Hace un mes, aproximadamente, por cuestiones de trabajo resulté haciendo visita en la casa de la sobrina-nieta de un fotógrafo colombiano, contemporáneo; un fotoreportero de la talla de Ignacio Gaitán, Sady González, Carlos Caicedo o Leo Matiz, para que se hagan una idea.
Mi visita se debió a que necesitaba obtener una autorización de uso de algunas de sus obras. Luego de obtener esta autorización, por escrito, tuvimos una breve conversación. Ella me preguntó un poco sobre mi trabajo y algunos detalles sobre el proyecto en el que me encontraba trabajando. Le expliqué de la mejor manera posible, tratando de ser muy claro y de expresar, en esa explicación, gratitud por permitir que la obra de este fotógrafo sea usada para ilustrar a un público un fragmento dentro de una narración que, de alguna manera, lo identifica.
Luego de escucharme atentamente, mencionó que se sentía contenta de poder contribuir con este proyecto y de brindar a otros la obra de uno de sus parientes. Y entonces dijo.
¿Para qué son [las obras] sino es para que el público las conozca?
Le dije que ojalá todos pensaran igual, claro, siempre hay dificultades e intereses sobre las obras heredadas y no siempre es tan fácil conseguir una autorización de uso, sea por que no se conocen a los herederos o creadores, o porque las tarifas que se le imponen exceden el presupuesto de algunos proyecto sin ánimo de lucro. Me dio la razón y me dijo:
Algunos otros buenos materiales están resguardados en bibliotecas y otros sitios, pero ahí están… guardados…
La conversación no se extendió mucho. Luego, en la calle, esa última palabra me quedó dando vueltas en la cabeza ¿De cuánta información, registros de nuestra propia historia, nos estaremos perdiendo?